Beatriz Pilar ¨Betina¨ Beamonte
Una mujer con el corazón puesto al servicio de la comunidad

Betina nació en La Plata, la menor de siete hermanos. Su papá era español, su mamá argentina, y su casa estaba marcada por reglas firmes y mucho cuidado. Su papá tenía carácter fuerte, y su mamá era de esas madres que abrazan tanto que a veces te ahogan sin querer. Cuenta que en su casa tenían dos empleadas, algo que le da pudor contar. Su mamá se ocupaba de los hogares de chicas carenciadas, ella era como las damas que iban a ayudar. Fue una epoca muy compleja cuando sus padres se separan, porque a su papá le gustaban las carreras de caballos, eso llevo a una situación economica difícil y muy dura. Betina tenía entre 12 y 13 años, y fue algo que la marcó, aunque no se dio cuenta del todo hasta mucho después, ya de grande, en una sesión de terapia. En esa época, separarse no era tan común ni tan bien visto. Cuando empezó en un colegio de monjas, ni siquiera se animó a contar que sus padres ya no estaban juntos. No era por vergüenza personal, sino por lo que podía decir la gente. Igual, sentía orgullo: sus padres siempre fueron honestos el uno con el otro.
Cuando todos sus hermanos se casaron, ella quedó con su mamá. Y su mamá fue muy sobreprotectora -me quería como un oso: me apretaba tanto que no me dejaba respirar- cuenta. En la peluquería de su hermana conoció a Hugo Agnes, el hombre que sería su compañero para toda la vida. Él llevaba a su abuela a un tratamiento capilar y Betina ayudaba en el negocio. Ella tenía 15, él 23. Tuvieron un noviazgo tranquilo, sin salidas, sin bailes; 11 meses y 16 días de novios . Nunca había tenido un novio -no sé si estaba tan enamorada… mi mamá, con sus miedos, sin querer me empujó- dice. A los 15, se casó. El civil fue el 20 de diciembre de 1974. Poco después se mudaron a Río Grande. Su mamá no la dejó salir de la casa hasta que se casara por Iglesia.
Cuando llegó a Río Grande, le costó. Venía de La Plata y se encontró con una ciudad gris, fría, con calles de tierra, casas de colores intensos y muy pocos taxis. Era el año 1975. Betina se casó joven, tanto que aún no tenía la mayoría de edad. En aquellos tiempos, para poder hacerlo necesitó la autorización escrita de su papá. Aunque ya era esposa y madre, la ley no la reconocía como adulta para ciertas cosas. No podía, por ejemplo, sacar la licencia de conducir. El encargado de otorgarlas en ese momento, muy conocido en la ciudad, se la negó varias veces por no tener aún los 18 cumplidos. Mientras tanto, su vida avanzaba igual. Ya había tenido a su primer hijo, luego al segundo, y seguía manejando sin carnet, como muchas mujeres de su generación, resolviendo el día a día con lo que había.
Un hecho que muestra lo chica que era la ciudad por aquel entonces; era el numero de la historia clínica de Betina, el N°15.125.
Betina empezó a darle una mano a sus suegros en la panadería familiar. Era una época de mucho trabajo y poco descanso, pero también de mucho aprendizaje. Más adelante, siguiendo una idea de su papá, ella y Hugo dieron el primer paso para emprender por cuenta propia: compraron una máquina manual para fabricar bolsitas. Era una de esas máquinas donde se colocaba el rollo, se tiraba, se presionaba y se cortaba. Así salían, una por una, las bolsas que después repartían por los negocios del pueblo. Envolvían 500 bolsitas en papel de diario, las etiquetaban y las repartían por negocios como El Buentrato, La Pantera Rosa, Los Gauchos, despensa el Sol, el Mercado Libertad. Le pusieron LeoCar al emprendimiento, un juego entre Leo y Karina, porque no sabían si sería nene o nena.
Al principio lo hacían todo caminando, recorriendo a pie los almacenes y comercios. Más adelante, lograron comprarse un Fiat 600, el primer auto de la familia, que se convirtió en parte fundamental de su historia. Ese auto no sólo les dio autonomía: marcó una etapa. Con el tiempo, el cariño por ese modelo se volvió una especie de tradición familiar. Tanto es así que, años más tarde, sus hijos llegarían a correr el Fiat 600 en la clásica carrera de la Hermandad.
Además del emprendimiento de bolsas, empezaron a vender ropa; desde Buenos Aires les mandaban la mercadería, y con ella viajaban hasta Ushuaia para ofrecerla en los comercios. Betina armaba pedidos, atendía y gestionaba todo lo que se podía, Hugo se encargaba de hacer los service de los autos de la FIAT, cuando el gerente, en ese momento, era Servetto; todo sumando otra entrada para la familia. Entre bolsas, ropa, viajes y arreglos mecánicos, llegaron a tener cuatro trabajos al mismo tiempo.
Los primeros años en Río Grande no fueron fáciles. El trabajo era intenso y todo costaba el doble, pero lo más duro llegó en 1977, cuando falleció el papá de Betina. Fue un golpe enorme, no solo por la pérdida, sino por no poder estar presente en ese momento tan doloroso.
Por entonces, viajar no era sencillo. Los aviones de la Marina estaban fuera de servicio porque uno de los Neptune se había caído, y eso dejó a la base sin vuelos disponibles. La única opción era Aerolíneas, pero el costo de un pasaje era inaccesible para la mayoría. Ir a La Plata desde Tierra del Fuego era casi como pensar en un viaje al exterior.Por eso, no pudo despedirse de su papá.
En el 1982 su esposo dejó la Marina. Fue difícil, más por lo vivido en Malvinas, pero era el momento. Compraron un terreno en Vicente López 184 con la idea de hacer su casa. Pero el Banco les negó el crédito, y tuvieron que transformar la casita prefabricada en su primer fábrica. Se mudaron al quincho de los suegros, luego a una casa en el barrio Intevu, donde nació Karina. Más tarde, se mudaron cerca del barrio Chacra II. Así fueron armando su hogar.

Desde el principio participaron en el Colegio Don Bosco. Al principio como padres, después como pilares -el padre Laureano me dijo, tráigame soluciones, no problemas- y ahí empezó todo- cuenta. Betina fue una de las primeras laicas en dar catequesis, y con el tiempo fue referente del colegio. Dio catequesis, fue coordinadora de pastoral, organizó retiros, fiestas, convivencias, viajes. En la escuela, todos sabían quién era Betina - cuando iba a la muni y me decían: vos sos del Don Bosco-.
Lo que más la marcó fue ser tutora, escuchar, acompañar, bancar a los pibes -Don Bosco se jugaba por todos. Yo sentí que tenía que hacer lo mismo- expresa Betina. Viajó con estudiantes a Polonia, a encuentros con el Papa. Recuerda que allá todo era más cerrado, pero ella les habló de quiénes eran y de dónde venían. Y nunca dudó en defender a sus jóvenes fueguinos. “Jesús no vino por los perfectos”, decía. Su misión era clara: acompañar, estar. Siempre desde el afecto, con los pies en la tierra Y cerró con una frase suya de cabecera -Jesús no quiso solo a los buenitos. Jesús quiso a todos-.
Fue maestra, catequista, guía. No tenía título, pero sí una gran oreja para escuchar. Y eso, según ella, era lo más importante -al pibe lo tenés que querer, y él se tiene que sentir querido-. Así fue ganándose a muchos, sobre todo a los más difíciles, los que no eran “Domingo Savio”, como dice riéndose.
Betina, junto a Hugo, es el pilar de una familia numerosa y amorosa. Es la orgullosa mamá de Leonardo, Andrés, Fernando, Karina y Agustina, quienes llegaron para llenar cada etapa de su vida. Los mayores, vivieron los momentos mas difíciles, allá por los años 70, siendo testigos del esfuerzo de sus padres por construir un futuro juntos. Hoy, el fruto de tanto amor y dedicación se multiplica en la siguiente generación: ocho nietos que llenan de ruido, juegos y alegría el corazón de su abuela, coronando con felicidad los más de 50 años de camino recorrido junto a Hugo.
Cuando a su hija Agustina, la más chica, se fue a estudiar Psicología, le diagnosticaron epilepsia mioclónica juvenil. Fue durísimo. Se turnaban con su esposo para acompañarla en Buenos Aires. Y justo en ese momento dejó el colegio. Dice que todo lo que hizo, lo hizo por amor; al trabajo, a sus hijos, a la gente, a la fe. Una fe que no es ingenua, que no se traga cualquier cosa, pero que la sostuvo. Después del diagnóstico de Agustina, dejó el colegio para estar con ella -Dios me sacó de un lugar y me puso donde más me necesitaban-. Hoy, Agustina está bien y con el título de psicología debajo del brazo. Y con eso, siente que todo valió la pena.
Betina llegó a Río Grande con Hugo hace ya varias décadas. Desde entonces, su nombre se unió para siempre a la comunidad educativa y pastoral. Lo que empezó como elección escolar, terminó siendo su vocación de vida. Desde la catequesis familiar de los sábados hasta fundar la Unión de Padres de Familia, su entrega fue total.
Nunca buscó protagonismo. Su trabajo fue siempre desde el amor y la coherencia. Y aunque los proyectos a veces dolían al caerse, ella seguía firme. Dio catequesis, organizó retiros, fue pastoral del secundario. Una de las primeras mujeres laicas en formar a otros dentro del colegio.
Hoy, es una gran colaboradora en un comedor barrial y lleva adelante un ropero comunitario, donde recibe donaciones y entrega a quienes lo necesitan; al comedor, a C.A.P.O., a la iglesia Sagrada Familia, a espacios de jóvenes, o en los casos de incendios. Donde la llaman, va. Su lema es simple -yo voy-.
En mayo de 2021, la nombraron Embajadora para la Paz. Un reconocimiento a su trabajo silencioso, constante y lleno de amor.
Betina Beamonte no sólo enseñó desde el aula, sino desde la vida. Con el hombro siempre listo, la oreja atenta y el corazón enorme. Su legado está en los patios, en las aulas, en las casas, en los comedores. Y sobre todo, en los que tuvieron la suerte de cruzarse con ella.
