María ¨Maruja¨ Trinidad Aguilar
Crecer y criar una familia de fueguinos

Maruja nació en enero del año 1949 en Río Grande, hija de José Aguilar, un hombre llegado desde Chiloé, y de una mujer fuerte que terminó criando a seis hijos casi sola.
José Aguilar llegó a la isla Policarpo siendo apenas un muchacho de dieciséis años, traído por un tío cuyo nombre el tiempo se encargó de borrar. No quedaba claro cuántos años pasó allí, trabajando en la estancia, compartiendo el fogón con los Haush. Maruja contaba la anécdota de aquella vez que lo invitaron a dormir entre ellos y pasó toda la noche despierto, sin animarse a cerrar los ojos. Pero en algún momento, sin previo aviso, José decidió volver a Chiloé.
Allí conoció a la mujer que sería su esposa. Se casaron y partieron a Punta Arenas, donde ya les esperaba su primer hijo, Vitaliano —Vito para la familia— Pero la Tierra del Fuego los llamaba de nuevo.
Cuando el papá llegó a Río Grande en 1948, no lo hizo solo: lo acompañaban su esposa, embarazada de Maruja; la abuela materna de Maruja y su tía Lucy González, quien años más tarde se haría conocida por su trabajo en la municipalidad. Por su parte, su tío Pedro, esposo de Lucy, se abrió camino como carnicero y su primer trabajo fue en el supermercado S.A.D.O.S. Eran tiempos en los que había que ganarse la vida haciendo lo que fuera necesario.
José, hombre de campo, no tenía un oficio fijo. La vida en el pueblo seguía siendo dura: trabajos temporales, inviernos que helaban hasta los huesos, y una casa que apenas los contenía. A José se le vio trabajando en la construcción del Hospital Río Grande, poniendo pisos y haciendo arreglos, pero nunca dejó atrás su esencia de estanciero. La familia creció en esos primeros años —nacieron más hermanos—, pero el matrimonio no duró. A los cinco o seis años, sus padres se separaron. José volvió al campo, y su mamá se quedó en el pueblo, criando a los hijos como pudo.
Maruja, la menor, nació en enero del año 1949, y su hermana apenas once meses después, el 27 diciembre del mismo año 1949. Dos bebés en un año fueron demasiado —mi abuela se llevó a la mayor —contaba Maruja, como si fuera la cosa más natural del mundo—. A mí me crió ella; mi mamá tuvo dos bebés en un año, yo y mi hermana. ¿Cómo hacía? —contaba Maruja, riéndose como si fuera cosa de otros—. Mi abuela me salvó.
Así fue. Su infancia transcurrió en esa casa de la calle Libertad, cerca de donde años después se levantaría el juzgado. Su mamá vivía cerca, pero Maruja creció entre las manos de su abuela, entre el olor a pan recién horneado y los inviernos que helaban los vidrios. No era raro entonces que los hijos se repartieran entre familiares —siempre estuve con ella —decía— toda la vida. Y aunque su mamá estaba ahí, a pocas cuadras, Maruja nunca sintió que le faltara algo. La abuela fue su refugio, la que le enseñó que la familia, a veces, se extiende más allá de la sangre.
Maruja comenzó sus estudios en el Colegio María Auxiliadora, donde la hermana Berta y Lidia Menéndez dejaron su huella en aquellos primeros años. Su recorrido escolar tuvo altibajos: repitió segundo grado -por vaga-, decía riendo, pero terminó completando hasta sexto grado en el María Auxiliadora.
Su niñez transcurrió entre la casa de su abuela -su verdadero hogar- y las visitas esporádicas a su mamá, que vivía cerca del juzgado. Los inviernos quedaron grabados en su memoria: la nieve tan alta que casi la tapaba, los angostos senderos que su abuela cavaba para llegar al baño exterior, y las noches iluminadas solo entre las seis y las nueve de la tarde. Recordaba especialmente cuando llegó la electricidad permanente y su abuela, asustada, decía - vamos a explotar todo- sin entender bien aquel progreso que llegaba a Río Grande.

La secundaria quedó trunca. Intentó retomarla años después mediante el sistema a distancia, pero las matemáticas y el inglés la vencieron. "Ya estaba cerca de jubilarme, ¿para qué?", se justificaba. La verdad era que su abuela nunca la había incentivado a trabajar ni estudiar -prefería tenerla cerca, ayudando en casa-.
A los 17 años, Maruja se casó con el señor Almonacid. Tuvo dos hijos, pero al año ya estaba separada —era una nena, ¿qué iba a saber de la vida? —contaba, sin resentimiento, como aceptando que así había sido.
El amor verdadero, el que realmente la marcó, llegó después: el señor Garay, con quien tuvo tres hijos más. Pero la vida volvió a golpear fuerte: primero, la muerte de su hermanito Juan Carlos, de apenas diez años, por un accidente con un rifle de fogueo. Y más tarde, la partida de Garay, que la dejó a los 35 años viuda y con los chicos chiquitos. Durante cinco años la luchó como pudo hasta que Edith Carcamo le dio una mano tremenda. recuerda Maruja, me dijo -hay puesto de mucama en el hospital. ¿Lo querés? —¿Y yo qué iba a decir? Agarré viaje.
Fue así que ingresó a trabajar en el Hospital Regional Río Grande, primero como mucama en maternidad, estuvo ocho años allí, dejando todo impecable, donde las doctoras Edith Escayola y Estela Eberhart la felicitaban por su gran trabajo en ese sector, junto a su compañera María Inés Velazquez. Después pasó al periférico y finalmente a Mesa de Entradas, donde trabajó casi dos décadas más. Allí vio cómo Río Grande se llenaba de caras nuevas, cómo los fueguinos —como ella— empezaban a competir por trabajo con los que venían del norte. —A veces uno se pregunta por qué no priorizan a los nuestros —decía, sin enojo, pero con picardía.
En su casa, la cocina nunca fue su fuerte, aunque hizo cursos de repostería con su amiga Blanquita Ampuero para distraerse. Lo suyo era la familia: sus cinco hijos, su ex yerno Johnny —que es como un hijo aunque él no lo admita.
Maruja mira el pueblo actual con una mezcla de admiración y nostalgia. Le gusta el Río Grande moderno -no puede negarlo-, con sus calles pavimentadas y las comodidades que antes ni soñaban. Pero en sus ojos vive otro pueblo, uno que solo existe en su memoria: ese lugar donde las puertas quedaban entreabiertas toda la noche sin miedo a nada —ahora tenés que andar con cuidado, pero antes... ¡hasta te olvidabas la llave puesta!-.
-Antes era distinto- dice. En su juventud, Río Grande era tan chico y tranquilo que los niños jugaban en la calle hasta el anochecer sin que nadie los vigilase. Ella misma crió a sus hijos con esa libertad -los dejaba que jueguen, bueno-, confiando en que el pueblo los cuidaría. Ahora, aunque valoraba el progreso, no podía evitar sentir que algo se había perdido: esa confianza entre vecinos, esa seguridad que venía de saberse conocido por todos.
Por eso, aunque pasó temporadas en Buenos Aires - y mas en la pandemia-, siempre volvío. Río Grande sigue siendo su lugar en el mundo. Porque al final, como dice con una sonrisa -uno es de donde guarda los recuerdos buenos-. Y los suyos estan aquí, entre esas casas que ya no tienen puertas semiabiertas, pero conservan sus historias.
Hoy, a los 76, divide su tiempo entre Buenos Aires y Río Grande. Tiene 2 hijos jubilados y seis nietos y un angelito en el cielo, se considera una mujer muy felíz; y aunque la vida le arrancó pedazos —hermanos, marido, y sueños truncados—, Maruja sigue ahí, con esa risa que no se le apaga ni en los inviernos más duros —¿Que por qué no estudié? —se preguntaba en voz alta, como si fuera la única asignatura pendiente -bueno... la vida me llevó por otro lado-.
