Alicia Cristina Sanchez
Una mujer que siempre corrió con el corazón

Alicia nació un 19 de junio de 1952 en Río Grande, Tierra del Fuego, en una casita sobre calle Espora, justo al medio de la cuadra, cerca de Casa Fuegia; hoy Casa Grande. Sus padres, Raulín Sánchez y Marina Torres, fueron parte de esa generación de pioneros que forjaron la vida en el fin del mundo. Su papá, nacido en la isla de Tierra del Fuego pero del lado de Chile, se crio y estudió en Río Grande desde los 14 años, asistió a la escuela Nº2, quizàs fue uno de los primero alumnos, comenta Alicia; trabajaba como capataz en los buques del frigorífico CAP; que transportaban carne congelada. Su mamá, también de origen chileno, llegó a los 8 años y se crio en Río Grande. Familias era humildes, pero muy luchadoras.
Alicia recuerda su niñez con nostalgia -calles de tierra, gallineros atrás de las casas, y vecinos que se ayudaban como hermanos-. Pero también hubo penurias. Cuando su mamá se separó de su papá y formó otra familia en Ushuaia, Alicia, con solo 11 años, y su hermana de 3, quedaron solas con su padre -yo cocinaba, mi hermana limpiaba… era dura la vida, ¿viste? -. Habia poca plata porque en realidad era poco lo que se ganaba. Cuando Alicia era chica nunca le faltó una taza de leche, pero pasaba cosas de chicos; esperar Navidad, Papá Noel y ella, por ejemplo, con su hermana no tenian para los regalos.
Veían que su papá se ponía mal porque no les podía dar nada. Aun así, no faltó el amor.
Las monjas del colegio María Auxiliadora, donde estudió de 1ero a 6to grado, le enseñaron más que letras -aprendí a cocinar, bordar, limpiar… salí de ahí sabiendo hacer de todo -las monjas nos enseñaron y yo les agradezco un montón porque todo lo que aprendí, lo aprendí de ellas-, dice Alicia con esa mezcla de respeto y cariño que solo se tiene por quienes marcaron la infancia, las hermanas no se limitaban a enseñar a leer o sumar: eran maestras de la vida práctica, especialmente para las niñas. El horario era riguroso -De siete y media de la mañana hasta dos y media de la tarde, sin perder un minuto-. Pero lo más valioso no estaba en los libros, sino en las "labores" que rotaban cada día: un día era cocina, otro bordado, otro limpieza, otro ordenar… -¡Hasta aprendimos a hacer los mandados!, ibas pasando por todo, como un entrenamiento para la vida-. Alicia ríe al recordarlo: "Con once años ya salía de ahí sabiendo guisar, coser un botón y hasta arreglar una casa. Cuando me casé tan joven, dije: ‘¡Gracias a Dios por esas monjas!’". Pero no era solo técnica; era disciplina, orgullo por el trabajo bien hecho. Nos enseñaban que ser mujer no era solo esperar, sino hacer. A barrer con fuerza, a cocinar sin quemar la olla, a bordar sin que se notaran los nudos. Esa educación, tan distinta a la de hoy, forjó su carácter. Las hermanas eran duras, pero justas. Si no limpiabas bien, te hacían repetirlo. Si el punto del bordado salía torcido, había que deshacerlo. No había ‘más o menos’. Y aunque el mundo ha cambiado, Alicia no duda: -eso me salvó- asegura. Porque cuando su mamá se fue y quedó sola con su papá, ella ya sabía cómo mantener una casa. Y cuando después tuvo a sus hijos, no la agarró desprevenida. Las monjas, en su mirada, fueron esas "segundas madres" que, entre rezos y agujas, le dieron las herramientas para no temerle a nada. Alicia dice que - hoy los chicos tienen celulares, pero ¿saben pelar una papa? Nosotras salimos de la escuela listas para la vida-. Y en su voz, más que nostalgia, hay gratitud, fueron ellas, las monjas, las que le hicieron entender que una mujer fuerte no espera que le resuelvan las cosas… las resuelve. Antes de terminar de estudiar se fue un año a estudiar dactilografia a la ciudad de Ushuaia, obteniendo asi el titulo de dactilografa. Hasta agradece haberse casado joven porque ya sabía cuidar una casa.
A los 14 años, en un baile en La Cabaña; donde estaba el Hotel Ibarra enfrente de Radio Nacional, toda esa esquina, antes, era un boliche, el baile mpezaba a las seis de la tarde y terminaba a las once de la noche, alli, conoció a Horacio, un exmarinero, ocho años mayor que había dado la vuelta al mundo en la Fragata Libertad -él, tenía una banda con amigos del batallón, tocaban en las matinés… ¡Nos casamos a los cinco meses de novios! -. Juntos construyeron una familia numerosa —cinco hijos— y una vida llena de trabajo, ademas, cuenta Alicia -yo vivía con mi papá, mi papá vivió toda la vida conmigo hasta que murió-.
Horacio dejó la Marina por los sueldos bajos y se dedicó a la construcción, luego trabajo en una petrolera; Río Colorado, como jefe de personal, y finalmente tuvieron Jetpack, la primera empresa de aerocargas privada de Río Grande; estaba ubicada la oficina sobre calle Libertad, la tuvieron durante doce años y laburaba toda la familia -traíamos encomiendas, cartas, hasta mercadería para la librería Rayuela… ¡Era domingo a domingo! -. Despues Horacio ingresò en el area de deportes en la Municipalidad de Rio Grande, año 1999/2000, hasta que se jubilo. Su esposo fallecio en el año 2005.
Pero el legado más vibrante de Alicia no es solo la gran familia numerosa, sino las pistas de carreras. Todo empezó cuando un amigo le prestó un auto para competir - ¿me lo das? ¡Y salí a correr! -.

¡Era una locura hermosa!, exclama Alicia al recordar aquella época dorada entre 1972 y 1980, cuando más de 150 mujeres —pilotos, mecánicas, banderilleras— tomaron el autódromo de Río Grande y lo convirtieron en su reino. Todo empezó porque muchas acompañában a sus maridos a las carreras y les picaba el bicho de correr -¿Y por qué nosotras no?-. La chispa la encendió Doña Elena de Mingorance, , mujer con carácter que dijo; yo armo esto. Junto a otras como Victoria Noguera, Mabel Aravena, Peti Carletti y Cristina Nitrovich, una piloto -excelente, te lo va a contar ella-, formaron una comisión 100% femenina. Hasta las mecánicas eran mujeres. Los maridos ayudaban desde afuera, pero adentro éran las mujeres que mandában. Las competencias, siempre eran en octubre, para el Día de la Madre, eran un espectáculo: caravanas con globos, entradas vendidas por mujeres, bomberas y hasta mecánicas con las manos manchadas de grasa pero con rímel puesto. Alicia ríe -¡Era piedra libre! No había hombres ni para cronometrar-. Una vez hasta les prestaron un auto del TC… ¡pesaba una tonelada pero volaba!. Los autos no costaban fortunas, como ahora —explica—. Si faltaba un repuesto, los amigos lo juntaban. Alicia corrio nueve años, siempre quedando segunda o tercera… ¡nunca gano! Pero no importaba: era la adrenalina, la fiesta después, los trofeos que comprában ellas mismas. Su única compañera en el auto fue su hermana, se subió una vez y juró que nunca más. Alicia prefería ir sola -yo sentía el motor y era libre-.
Para 1980, el rally absorbió a los pilotos hombres y los autos se encarecieron. -Ya no nos los prestaban. La comisión se disolvió… Fue triste, pero quedó esa hermandad. Aunque alguna vez hubo un reconocimiento a Doña Elena, Alicia sueña con que el centenario de Río Grande rescate esa historia -fue algo único. Salimos hasta en la revista Corsa a nivel nacional. ¡Merece estar en el museo!.
Hoy, su familia lleva la nafta en la sangre: hijos campeones, nietos en kartings y hasta un bisnieto que ya corre. Pero recuerda que nada se compara con esas tardes en el autódromo —susurra— eramos dueñas de la pista, nos sentíamos invencibles. Y entonces, Alicia como quien arranca un motor, remata con picardía -la mujer no es como el hombre: no competíamos por ganar, sino por el gusto de pisar el acelerador. ¡Y vaya si lo pisamos!.
Alicia guarda fotos amarillas donde se la ve, sonriente, junto a su auto -son mi tesoro- dice. Quizás, como ella misma insiste, esas imágenes —y esta historia— merecen un lugar más grande: el de la memoria colectiva de Tierra del Fuego.
Alicia mira con cariño el pasado -cosas que por ahí faltan ahora, que es la seguridad, el hecho de estar en casa, de tener el auto abierto, la casa abierta, los chicos jugando hasta las 11 de la noche y vos no te haces problema porque los chicos están bien, las calles de tierra, venían todos raspados, pero felices, y lo que era invierno, se patinaba, lo que era verano se aprovechaba en el campo. Y se extraña, viste, esa por ahí también el progreso trae todo, bueno y malo-. Pero también valora el progreso, aunque extraña esa solidaridad perdida -hoy hay más comodidad, pero antes éramos más unidos-. Alicia salía, por ejemplo, con su marido, porque participaban de muchas reuniones; los chicos se quedaban solos, la vecina los miraba -viste, con tu puerta abierta, tu auto, viste, sin llave, eso se extraña, pero está bien.-
Es una mujer que deja huella en quien la conoce. Desde muy joven, supo que quería marcar la diferencia en la vida de las personas. Ella misma cuenta que no le gusta mucho andar con vueltas ni con cosas complicadas; prefiere las cosas claras, de corazón abierto y sin rodeos. Y así es como se presenta, con esa sencillez que encanta y esa fuerza que se nota en cada palabra que dice.
Su vida es un reflejo del Río Grande de antaño: sacrificio, comunidad y pasión por lo que hace latir el corazón -lo importante es no callarse. Si no contamos nuestra historia, ¿quién lo hará? -.
Y así, entre anécdotas de autódromos, noches frías y risas en familia, Alicia sigue siendo la mujer fueguina que corrió contra todo… y nunca se detuvo.
